SINO Y SIGNO - Cap I
Tadeo Martínez daba largas caminatas a la salida del trabajo, todos los días buscando el esquivo signo, tratando de encontrar la hebra que creía negada por el destino. Miraba a tientas en los oscuros callejones la situación iluminada, intentaba adivinar los diálogos de las parejas que discutían en la plaza. Más de alguna vez siguió por las calles apretadas a algún despistado que se perdió junto con su oculta historia. Pero nada. Tenía aspecto de oficinista de diez horas carcomidas, una imagen que no hablaba más que de aburrimiento. Sabía con tristeza que manejaba una prosa con ritmo, que era capaz de inventar inquietantes principios y fuertes finales, pero no era capaz de unir una historia que considerara capaz de atrapar siquiera a un lector. Por eso recorría ya con cansancio la ciudad tratando de robar alguna tragedia para sus páginas. Por otra parte renegaba de su nombre, no podía imaginar un futuro con ese sinsentido en la tapa de algún libro. Por todo esto presentía que no había otro destino, que no sería nadie; ya que todo esto se enmarcaba en la más grande de sus desgracias: Tadeo quería ser escritor.
Esa madrugada de Martes, subió a la terraza del edificio de correos, donde trabajaba mecánicamente desde hace un par de años, encendió un cigarro sin apuro y miró la ciudad por última vez, como buscando una suerte de señal que lo hiciera desistir del plan urdido en el desvelo. El cigarrillo se apagó sin sentido en su mano, no lo había fumado, absorto en los callejones y en las escenas de la ciudad que otra vez no logró descifrar. Se sacudió de repente y decidió que no había otra salida. Bajó decidido las escaleras hasta su escritorio, sacó las llaves del depósito de cartas que acababan de llegar para ser repartidas por la ciudad, y entró en la bodega, asegurándose de reojo de estar completamente sólo. Casi no había luz y lentamente ante su vista apareció un largo mesón con correspondencia clasificada según cada zona de la ciudad, todas en perfecto orden. De algún modo le pareció extraño que en esa armonía pudiera estar lo que buscaba. Pero ya estaba convencido de que frente suyo, podían existir miles de historias que podía “tomar prestadas” para su firme propósito. En ningún momento pensó que estaba robando, o si lo pensó, imaginaba que vencer su destino era una poderosa razón.
Primero dio una lenta caminata frente al mesón, quería que algo le dijera sin posibilidad de error cuál era la indicada. No encontró ninguna señal y comenzó a introducir la mano con una decisión apremiante, convencido de que no existiría tal ayuda divina. Apartando cada vez las cartas comerciales, que eran mayoría, tomo la primera carta y sin pensarlo la abrió. Encendió un cigarro y se sentó en el suelo, acercándola a la tenue luz de la calle que entraba por la ventana. La carta provenía de Atenas, lo que avivó su entusiasmo, pero sólo contaba las peripecias del viaje de una anciana a su hermana en Chile. A su edad, viuda y sola, Europa no resultaba muy emocionante. Tadeo se lamentó del lugar en el que estaba; pensó que al menos sabría algo del viejo continente; sin embargo, la carta era larga y a empezaba a vencerlo el sueño. En una hora más amanecería y vendrían los carteros a retirar su trabajo del día. Pensó otra vez que él no estaba hecho para eso y con gran cuidado cerró la carta para no dejar pista, con las técnicas aprendidas gracias a su mismo oficio.
La cuarta carta – la última, pensó de nuevo - venía en un sobre doblado y un poco sucio; por su peso y consistencia parecía no ser muy larga. Esta vez, para correr menos riesgos, Tadeo decidió sacarla del lote que decía “DEVOLUCIONES”. La miró un rato sin decidirse a abrirla y la dejó a un lado, encendió un cigarrillo y sin darse cuenta comenzó a pensar en el día que estaba por llegar, en un par de informes que no había terminado, en la manera de evitar al idiota supervisor que ironizaba con su lentitud. Onetti, era argentino o uruguayo, Tadeo no esta seguro, y tenía un humor irritante que lo descolocaba más que si lo reprimiera, buscaba la pequeña falta en cada informe para devolvérselo con una sonrisa oblicua y persistente mientras comentaba que los carteros tenían mejor ortografía, o que serviría más empujando los vagones de cartas hasta el camión. Por eso a veces sentía que lo odiaba. Bastaba que se acercara por el pasillo para darse cuenta que deseaba vengarse, bastaba que se alejara dejándolo sumido en la humillación para darse cuenta de que nunca sería capaz. El supervisor tenía además nombre de escritor, y coronaba su rabia el hecho de que Tadeo estaba seguro de que éste no era capaz de leer más que los titulares del diario popular en el quisco de la esquina.
Cuando logró deshacerse de sus pensamientos, Tadeo iba en el tercer cigarrillo, miró a un lado suyo y la carta estaba abierta, no recordaba en qué momento la había leído, no recordaba lo que decía. La tomó y la volvió a leer, en pocas líneas decía:
Juan Carlos:
Lamento decirte que nuestra pequeña hija ha muerto, ha sido terrible. No tenía otra forma de ubicarte salvo tu antigua dirección. Espero que esta carta te llegue y puedas venir antes del Jueves..
María
La carta venía desde Montevideo, sobresaltado Tadeo buscó el nombre en el sobre: Juan Carlos Onetti. El nombre coincidía con el supervisor, la dirección era la de su antigua casa. El sobre mostraba un gran timbre cuadrado que decía: “DEVOLVER AL REMITENTE”. La situación era clara, la carta iba dirigida a su superior, no fue entregada y se iba de vuelta a Uruguay sin informar a Onetti de la terrible noticia. ¿Qué hacer? No había tiempo para pensar. Tomó la carta, se la echó al bolsillo y salió dando largos pasos. Estaba por amanecer y vendrían por la correspondencia.
Esa madrugada de Martes, subió a la terraza del edificio de correos, donde trabajaba mecánicamente desde hace un par de años, encendió un cigarro sin apuro y miró la ciudad por última vez, como buscando una suerte de señal que lo hiciera desistir del plan urdido en el desvelo. El cigarrillo se apagó sin sentido en su mano, no lo había fumado, absorto en los callejones y en las escenas de la ciudad que otra vez no logró descifrar. Se sacudió de repente y decidió que no había otra salida. Bajó decidido las escaleras hasta su escritorio, sacó las llaves del depósito de cartas que acababan de llegar para ser repartidas por la ciudad, y entró en la bodega, asegurándose de reojo de estar completamente sólo. Casi no había luz y lentamente ante su vista apareció un largo mesón con correspondencia clasificada según cada zona de la ciudad, todas en perfecto orden. De algún modo le pareció extraño que en esa armonía pudiera estar lo que buscaba. Pero ya estaba convencido de que frente suyo, podían existir miles de historias que podía “tomar prestadas” para su firme propósito. En ningún momento pensó que estaba robando, o si lo pensó, imaginaba que vencer su destino era una poderosa razón.
Primero dio una lenta caminata frente al mesón, quería que algo le dijera sin posibilidad de error cuál era la indicada. No encontró ninguna señal y comenzó a introducir la mano con una decisión apremiante, convencido de que no existiría tal ayuda divina. Apartando cada vez las cartas comerciales, que eran mayoría, tomo la primera carta y sin pensarlo la abrió. Encendió un cigarro y se sentó en el suelo, acercándola a la tenue luz de la calle que entraba por la ventana. La carta provenía de Atenas, lo que avivó su entusiasmo, pero sólo contaba las peripecias del viaje de una anciana a su hermana en Chile. A su edad, viuda y sola, Europa no resultaba muy emocionante. Tadeo se lamentó del lugar en el que estaba; pensó que al menos sabría algo del viejo continente; sin embargo, la carta era larga y a empezaba a vencerlo el sueño. En una hora más amanecería y vendrían los carteros a retirar su trabajo del día. Pensó otra vez que él no estaba hecho para eso y con gran cuidado cerró la carta para no dejar pista, con las técnicas aprendidas gracias a su mismo oficio.
La cuarta carta – la última, pensó de nuevo - venía en un sobre doblado y un poco sucio; por su peso y consistencia parecía no ser muy larga. Esta vez, para correr menos riesgos, Tadeo decidió sacarla del lote que decía “DEVOLUCIONES”. La miró un rato sin decidirse a abrirla y la dejó a un lado, encendió un cigarrillo y sin darse cuenta comenzó a pensar en el día que estaba por llegar, en un par de informes que no había terminado, en la manera de evitar al idiota supervisor que ironizaba con su lentitud. Onetti, era argentino o uruguayo, Tadeo no esta seguro, y tenía un humor irritante que lo descolocaba más que si lo reprimiera, buscaba la pequeña falta en cada informe para devolvérselo con una sonrisa oblicua y persistente mientras comentaba que los carteros tenían mejor ortografía, o que serviría más empujando los vagones de cartas hasta el camión. Por eso a veces sentía que lo odiaba. Bastaba que se acercara por el pasillo para darse cuenta que deseaba vengarse, bastaba que se alejara dejándolo sumido en la humillación para darse cuenta de que nunca sería capaz. El supervisor tenía además nombre de escritor, y coronaba su rabia el hecho de que Tadeo estaba seguro de que éste no era capaz de leer más que los titulares del diario popular en el quisco de la esquina.
Cuando logró deshacerse de sus pensamientos, Tadeo iba en el tercer cigarrillo, miró a un lado suyo y la carta estaba abierta, no recordaba en qué momento la había leído, no recordaba lo que decía. La tomó y la volvió a leer, en pocas líneas decía:
Juan Carlos:
Lamento decirte que nuestra pequeña hija ha muerto, ha sido terrible. No tenía otra forma de ubicarte salvo tu antigua dirección. Espero que esta carta te llegue y puedas venir antes del Jueves..
María
La carta venía desde Montevideo, sobresaltado Tadeo buscó el nombre en el sobre: Juan Carlos Onetti. El nombre coincidía con el supervisor, la dirección era la de su antigua casa. El sobre mostraba un gran timbre cuadrado que decía: “DEVOLVER AL REMITENTE”. La situación era clara, la carta iba dirigida a su superior, no fue entregada y se iba de vuelta a Uruguay sin informar a Onetti de la terrible noticia. ¿Qué hacer? No había tiempo para pensar. Tomó la carta, se la echó al bolsillo y salió dando largos pasos. Estaba por amanecer y vendrían por la correspondencia.
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